Puede que, en realidad, La Habana sea un experimento. Quién sabe. Puede, incluso, que alguien hubiera robado la ciudad de un relato de Borges o de una novela sinuosa de Italo Calvino y, sin enterarse nadie, la hubiera colocado en Cuba, en esa bahía caprichosa.Puede que La Habana sea el sueño de un científico imprudente que, un día, cubrió con una cúpula de cristal una de las ciudades más bellas del mundo, la preservó de todo. De todo, salvo de los estragos del paso del tiempo, y se sentó a esperar los resultados. Y todavía siguen ahí, el científico y la ciudad observada, unidos por la paciencia, mientras uno envejece y la otra se marchita. Porque la capital de Cuba no pertenece al mundo real, es un punto y aparte de todo.
La Habana Vieja se ha cansado de su nombre y no quiere ser anciana. De unos años a esta parte, sólo se habla de la rehabilitación, de lo nuevo que luce el empedrado, de lo bella que es la pintura cuando no está desconchada, del aroma a cemento fresco que, como el pan recién salido del horno, huele delicioso. A La Habana Vieja hay que ir porque allí́ comenzó todo: la vida, la ciudad, el movimiento, la revolución… lo que sea. Lo lógico es descender por la calle Obispo, una suerte de Quinta Avenida pero en clave cubanísima y un primer contacto con esa ciudad que veremos una y otra vez: una urbe desgastada, maltratada, anclada en el pasado en la que fue, sin duda, la reina de la baraja caribeña, salpicada por charcos que impiden ver los socavones… La Obispo, como sus paralelas o su hermana Obrapía, es lo más parecido a ese túnel del tiempo que es la capital, un viaje a nuestro pasado más inmediato, a la era de las reparaciones y la de los talleres de objetos cotidianos, a una ciudad en la que todo se arregla una y otra vez, hasta el infinito: los relojes de pulsera, las gafas (los espejuelos, dicen ellos), las radios, los teléfonos móviles, las cámaras de las bicicletas.
Cuando se cruza la Mercaderes o la Oficios (las primeras calles trazadas en la ciudad), las citadas obras de restauración son ya una realidad palpable. La Plaza de Armas (ajardinada, con palmeras y libros) es el más importante de los espacios que se abren por estos lares.Hoy en día, las únicas armas que hay en la plaza son los libros de lance que vende un avispado comando de libreros, seductores natos, que saben cómo transmitir auténtico fervor por una primera edición de los Diarios del Che en Bolivia o una recopilación de textos sobre la piratería en Cuba.
No debería ser ningún secreto que La Habana Vieja se estructura en torno a sus plazas, cada una con su abanico de atractivos: la de San Francisco presume de convento construido según la moda mudéjar que los españoles trajeron de allende el Atlántico; mientras que la Catedral es, obviamente, el principal meollo turístico, gobernado por el tempo barroco que parece haber sido esculpido en piedra ahí mismo. En su interior se guardaron los restos de Colón hasta que el hundimiento del Maine y la Guerra de Cuba provocaron la escisión definitiva y los españoles hubieron de huir apresuradamente con los huesos del Almirante, ahora repartidos entre Santo Domingo y Sevilla. Puede que, algún día, también le laven la cara al bautizado como ‘centro’ de La Habana, el ensanche alumbrado en el siglo XVIII que bascula en torno a esa línea imaginaria que traza el Paseo de Martí (o del Prado, guiño estético a su homónimo madrileño) y el edificio del Capitolio. De momento, aquí tiene lugar ese espectáculo que es la vida cotidiana cubana, el ritual de acceder a los autobuses reciclados de todas partes del mundo (en el Parque Central) o el de subir a los ‘camellos’ (esos prodigiosos camiones con un remolque para pasajeros) que paran junto al Capitolio.Del edificio construido en 1929 se han escrito tantos superlativos que podría empapelarse su cúpula: la colosal construcción bebe de hermanos no menos grandilocuentes como San Pedro de Roma o el capitolio de Washington y esconde en su interior una de las mayores estatuas del mundo hechas en bronce, La República.
La salida lógica es el paseo José Martí, un boulevard arbolado que muere junto al mar y la fortaleza de San Salvador de la Punta (el relevo lo coge el Malecón) y en torno al cual se encuentran algunos de los hoteles históricos de la capital como el Sevilla y el Plaza. El corredor es, sin duda, el más bello de la ciudad; está todavía ebrio de mármoles y, al igual que su gemelo madrileño, deambula cerca de los principales museos, como el Nacional de Bellas Artes o el de la Música.
Mención aparte merece el museo de la Revolución, un terreno regado por la emoción y el desconcierto, un lugar increíble en el que, de una forma extraordinariamente exhaustiva, se indaga en las raíces de la Revolución, se veneran las muescas en la pared de tiros históricos como si fueran los huesos de un santo, así como las armas, tanques o embarcaciones (el mítico Granma que trajo a los ‘barbudos’ desde México) que propiciaron el cambio. Y luego nació El Vedado, el barrio de ‘gente bien’ que, a finales del siglo XIX, comenzó a mutar hasta convertirse en un laboratorio urbanístico que las influyentes manos norteamericanas moldearon hasta convertir en una suerte de Miami cubano; en un Las Vegas antes de que el mismo Las Vegas naciera. La Rampa, la calle 23, es la arteria que sube y sube por El Vedado y permite comprender este rincón habanero con hábitos de megaurbe, rascacielos, locales nocturnos y parcelas idílicas como la ocupada por la archiconocida Heladería Coppelia, con sus desconcertantes formas futuristas y las sempiternas colas de cubanos que, con paciencia infinita, esperan su turno para tomar un algo que sea fresco y dulce, muy dulce.
El Vedado es la patria chica del Hotel Nacional, pero también del Habana Libre (antes llamado Habana Milton, que fue un importante centro de operaciones durante la revolución castrista y a cuyo último piso se puede subir para apreciar las vistas); o el Capri, ahora cerrado pero asociado en el pasado a las mafias italoamericanas: en recuerdo de aquello el hotel tiene un fugaz protagonismo en El Padrino II. Si se sigue el ascenso por la calle 23 se conocerá la traza primigenia y residencial de El Vedado, cuyas mansiones bebían de las influencias arquitectónicas que llegaban desde los cuatro puntos cardinales, ya fueran palacetes neoclásicos de Boston o fachadas modernistas de Barcelona. No hay mayor expresión del aparato propagandístico del poder cubano que la plaza de la Revolución, un espacio en apariencia inhóspito que aglutina varios símbolos de la Cuba post-Batista: por un lado, la cara del Che en la fachada del Ministerio del Interior; por otro, el obelisco y la estatua del Memorial José Martí, al cual se puede subir para contemplar una increíble panorámica de la llanada habanera. Desde lo alto, la ciudad semeja, más que nunca, ese lugar que un científico puso bajo una cúpula de cristal, no se sabe si para protegerla o para verla fallecer, incorrupta y virgen.
Fuente:http://www.traveler.es/
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